LA CIUDAD MUERTA
Sucedía que el nombre de Henri
d’Herauville pertenecía al pasado de ambos, un recuerdo penoso que cada uno
creía ya superado, aunque al momento de comprometerse en noviazgo lo ignoraban.
El médico había conocido tiempo atrás a D’Herauville, cuando trabajaba como
oficial de sanidad en el puerto de C””, recibiendo a los buques que entraban en
la rada. Buena parte de los visitantes solían ser turistas extranjeros que
venían a conocer las ruinas de una antigua ciudad colonial, la “ciudad muerta”,
que se extendía cerca del puerto, a tres kilómetros del mar. Unos de esos
viajeros ansiosos de visitar ese antiguo asentamiento era D’Herauville, quien
se hizo amigo del médico y le pidió que fuera su guía en su visita a la “ciudad
muerta”, conduciéndole hasta sus subterráneos, de los cuales se contaban muchas
historias fantásticas. Al principio el médico se negó, recordándole que
anteriormente hubo casos de visitantes osados que se adentraron en las ruinas y
de los que no se supo más.
Le contó, por ejemplo, un caso del que
había sido testigo, protagonizado por Rosso Benedetti, un pintor saboyano,
quien llevaba siempre consigo una pequeña escultura en madera de
la Virgen con el niño,
del siglo XVI. Rosso se metió por un pozo situado en
la antigua plaza principal de la ciudad y no volvió a salir. El médico,
consternado, solo pudo escuchar en el suelo unos golpes sordos que venían del
seno de la tierra, como si Rosso, perdido en el interior, pidiera ayuda. Pero
el médico no tuvo el valor de ir a buscarlo, y esto le produjo una terrible
desazón y un complejo de culpabilidad. Años después, hallándose en la playa
junto a la señora Bretigne y sus pequeñas hijas rubias, Claudine y Fiorenze,
una de las niñas se le acercó aterrada y llorando, diciendo que había visto un
horrible animal; al principio el médico pensó que se trataba de un simple
ataque de nervios, pero luego se horrorizó él mismo cuando vio que la niña
cogía en una de sus manos la estatuilla de madera de Rosso. ¿Habría acaso bajo
la superficie de la ciudad muerta un conducto o río que lo conectaba con el
mar? Todo ello era perturbadoramente misterioso.
Sin embargo ninguna razón sirvió para
hacer desistir a D’Herauville de su proyecto de bajar por los subterráneos de
la ciudad muerta. Ni siquiera cuando el médico se explayó en una teoría
“científica” sobre las “localizaciones cerebrales”, que trataba de explicar la
razón por la que una persona que se adentraba a los subterráneos no podía
orientarse y terminaba perdiéndose en los laberintos de aquel inframundo.

tiempo, el médico sintió que la cuerda
era jalada insistentemente, como si D’Herauville pidiera ayuda; pero,
nuevamente como había sucedido con Rosso, no tuvo el valor para ir en busca de
su amigo, y al final, con horror sintió escabullirse definitivamente la cuerda
de sus manos, sin atinar a hacer nada. Terriblemente conmovido y afectado,
atribuyó la culpa de la desgracia a la luna y su influencia maligna en los
seres vivos, y textualmente le dice en la carta dirigida a Francy: “Perdóneme
Ud., Francinette, culpe Ud. a la luna; Henri d’Herauville, su amigo de la
infancia, su novio, mi compañero, mi queridísimo Henri, había desaparecido para
siempre.”
Luego de dar vueltas completamente
aterrado a lo largo y ancho de la “ciudad muerta” el médico retornó al puerto.
Al día siguiente, y a manera de cerrar esa página tan dolorosa, se embarcó y se
mudó a la ciudad de M””, donde tiempo después conocería a Francinette, sin
saber su vínculo con D’Herauville. Cuando se enteró de ello, en vísperas de su
boda, fue como si los fantasmas del pasado volviesen para atormentarle.
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