martes, 9 de febrero de 2016

LA ALDEA ENCANTADA

LA ALDEA ENCANTADA


Con Abraham Valdelomar (1888-1919) la literatura peruana alcanza uno de esos puntos de no retorno que influyen en el desarrollo de novísimas posibilidades expresivas. El escritor iqueño inicia la modernidad propiamente dicha, no sólo en los territorios de la escritura, sino además en la actitud o en la sensibilidad frente a ella. Cultor de todos los géneros –poesía, narrativa, teatro, ensayo–, conferencista, hombre de prensa y arbitro de la elegancia, fue también responsable exclusivo de su propia leyenda.

Valdelomar asume, por cuenta y riesgo, un camino artístico que involucra sin treguas su propia existencia. De algún modo recuerda a un personaje surgido de alguna novela decadentista en el sentido crepuscular del término. Así se explica el tránsito desde la región costera donde nació y creció, hasta su aprendizaje intelectual que lo lleva a optar por un cosmopolitismo y erudición muy a tono con esos tiempos: el período entre la Reconstrucción después de la catástrofe de la Guerra del Pacífico y el inicio del siglo XX, escenario óptimo para los primeros indicios de la revuelta.

La aldea encantada (2008), con prólogo de Luis Jaime Cisneros, es el título de una antología de los intereses del autor iqueño en el universo de las historias. Ha sido preparada por Ricardo González Vigil, quien recupera la denominación ideada por Valdelomar para un volumen en el cual serían incluidos todos los relatos ambientados en Pisco y San Andrés, e inspirados, en gran medida, por acontecimientos de su infancia (los llamados Cuentos Criollos). Nunca entregó a los editores una obra en ese formato.

En el Estudio Crítico que cierra la recopilación, RGV traza un panorama amplio y documentado de una obra sin fronteras; pero es la narrativa corta lo que destaca con nitidez sobre otras parcelas. El criterio de selección es claro: elegir los trabajos más característicos dentro de cada registro. De este modo, se extiende el conocimiento sobre el autor, a quien muchos profanos asocian con textos canónicos y entrañables como El Caballero Carmelo, El vuelo de los cóndores o Los ojos de Judas. Es decir, lo más graneado de las ficciones que transcurren en ese San Andrés de perfiles idílicos y recuperable apenas por vía de la memoria y la nostalgia del paraíso. Gracias al conjunto, el gran público logra acceder a una imagen más objetiva del escritor, quien también exploró lo fantástico (El hipocampo de oro y Hebaristo o el sauce que murió de amor), el exotismo, tan caro a los modernistas (El hediondo pozo siniestro o sea la historia del Gran Consejo de Siké), y la vanguardia (El beso de Evans).

Retorna uno de los santos patronos de nuestra República de las Letras. Su voz suena más actual que nunca, tiñéndonos otra vez de melancolía. San Andrés está ahí, a unos cuantos pasos. El pequeño Abraham aún prosigue su búsqueda en una playa inmaculada que no ha sido destruida por los bárbaros.

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